Había una vez un hombre que pasó toda su vida cultivando las cualidades prescriptas a aquellos que alcanzarían el Paraíso.
Ayudó generosamente a los pobres, amó y sirvió a sus semejantes. Recordando la necesidad de tener paciencia, soportó grandes e inesperadas privaciones, a beneficio de otros. Ejecutó travesías en busca de conocimiento. Su humildad y su ejemplar comportamiento fueron tales que su reputación de hombre sabio y buen ciudadano resonó desde Oriente a Occidente, y desde Norte a Sur.
Todas esas cualidades ciertamente las ejercitaba, siempre que se acordaba. Pero tenía un defecto: la negligencia. Esa tendencia no era tan fuerte, y él consideraba que, contrapesaba con otras virtudes que practicaba, sólo podría ser vista como una falta pequeña. Hubo algunos pobres a quienes no ayudó, pues de tiempo en tiempo tornábase insensible a sus necesidades, algunas veces, también olvidaba amar y servir, cuando surgía aquello que consideraba como necesidades personales, o al menos deseos.
Le gustaba dormir; y a veces, cuando estaba dormido, las oportunidades, de buscar conocimiento, o de entenderlo, o practicar real humildad, o aumentar en algo la cantidad de buenas acciones, pasaban de largo, y no volvían.
Así como las buenas cualidades dejaron su huella en su ser esencial, así lo hizo también la característica de la negligencia.
Fue entonces que cuando murió, encontrándose más allá de esta vida y encaminándose hacia las puertas del Jardín del Paraíso, el hombre se detuvo para examinar su conciencia. Y, sintió que su oportunidad de pasar por los Portales Celestiales era suficiente.
Vio que las puertas estaban cerradas; y entonces una voz se dirigió a él, diciendo:
“Permanece atento, pues las puertas se abrirán sólo una vez cada cien años.”
Así, el hombre se acomodó a esperar, excitado ante la expectativa. Pero perdidas las oportunidades de practicar virtudes a favor de la humanidad, se dio cuenta de que su capacidad de atención no le era suficiente. Después de estar atento durante un lapso de tiempo que le pareció un siglo, comenzó a cabecear de sueño. Por un instante se cerraron sus párpados. Y, en aquel momento infinitesimal, se abrieron las puertas de par en par. Antes de que sus ojos estuvieran completamente abiertos, las puertas se cerraron: con un estruendo lo suficientemente fuerte como para resucitar a los muertos.
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Cuento derivado de obras del derviche Amil Baba del s. XVII.
Esta enseñanza, es llamada también:
”La parábola de la negligencia”.
La negligencia, como actitud humana no tiene pequeñas actitudes.
Es siempre un acto consciente, que aún a sabiendas del daño que puede ocasionar, no se tiene en cuenta.
Detrás de la negligencia, existen formas de ser “caprichosas”, que se resisten a ser modificadas, muchas veces por comodidad, para evitar compromisos, o simplemente por no considerar que sean suficientemente importantes. Ello acarrea la consecuencia de un una doble acción, en parte de desidia y en parte de ignorancia.
En un grado menor implica falta de atención o desinterés.
La actitud compasiva y el amor, no están de “a ratos”, están siempre presentes; como una fuente de manantial que brota incesantemente dispuesta a manifestarse; y muchas veces por efecto de empatía, de ponerse en el lugar del otro, se anticipa a las necesidades de los otros seres.
Christina