25.10.10


El reino de este mundo




por Gustavo Lencina


Instantáneas:


Un grupo de pescadores arroja jazmines y claveles al mar para invocar a Iemanjá, en la noche del Brasil más tropical. Un coro de mujeres mayores, vestidas de riguroso negro, rezan el Ave María en canon, con un gesto doliente en sus rostros curtidos, sin dejar de golpearse el pecho, en una pequeña capilla de Andalucía. Beduinos islamicos tienden su pequeña alfombra (al jumbra) para orar en dirección a la Meca, fuera de las murallas de Jerusalém; donde un grupo de judíos ortodoxos se balancea rítmicamente frente al muro de los lamentos. Mis amigos Krishna bailan y cantan en el interior de una cúpula nívea que relumbra bajo el sol, recibiendo directamente sobre sus almas las vibraciones del Señor de los Mil Ojos. En mi pequeño oratorio doméstico quemo un poco de palo santo y rezo el Padre Nuestro y el Credo antes de realizar una meditación profunda con el santo nombre de Krishna como mantra.


Pocas certezas tenemos en este mundo. Se nos ha dado la Vida y la Conciencia de la Vida. Se nos ha brindado un planeta fértil al que no respetamos debidamente, se nos ofrecen cada día todas las oportunidades para modificar y corregir nuestro destino. El momento de la oración es cuando intentamos conectarnos en forma consciente y voluntaria con nuestro supremo Creador. Rezamos, rezamos, y sin embargo...


Dios no ha creado esta realidad ilusoria sólo para desorientarnos y divertirse a nuestra costa. Tampoco para que le demostráramos nuestra fe incondicional descreyendo absolutamente de las cuestiones de este mundo. Nuestro cosmos, nuestro planeta, nuestra identidad, son una escuela. Aquí estamos para demostrar quiénes somos y qué hacemos con nuestra existencia.


Es muy fácil olvidar esto y trasladar nuestras neurósis humanas a los rituales de cada religión. Así los devotos de Iemanjá se entregan a los Orixás para recuperar el amor de alguien que simplemente ha dejado de quererlos. Las ancianas rezadoras de Andalucía se recogen en el dolor y reniegan del placer y la alegría de la existencia, dando por descontado que todos somos pecadores a la espera del purgatorio o el infierno. Los judíos ortodoxos agradecen ser el pueblo elegido mientras esperan la llegada del Mesías para refrendar su privilegio frente al resto del mundo. Los beduinos islámicos no beben, no roban, no se drogan, no dejan que sus mujeres reciban la luz del sol y, en los grados más radicales, están dispuestos a lapidarlas ante una sospecha de adulterio. Alguno de mis amigos Krishna se siente terriblemente culpable por experimentar un lapso de tristeza y confusión y no ser debidamente consciente y agradecido del néctar que el Santísimo derrama sobre él. En mi pequeño oratorio doméstico rezo y medito una hora cada cuatro días como quien paga el mínimo de una especie de cuota sindical que mantiene al día de mi conexión con el Señor.


Y el Señor tal vez nos mira y sonríe con paciencia mientras espera que algún día comprendamos.


La tierra es un planeta rústico y nutritivo. Su corazón es vida y su calor nos abriga, al par que produce una leve, sutil, condensación de gases que permite a nuestros organismos respirar. Hablo simplemente de nuestros cuerpos, frágiles, imperfectos, que Dios mismo diseñó para que transitáramos esta formidable ilusión. Este mundo escuela en que se nos permite perdernos, equivocarnos, corregirnos y elevarnos.


No nos equivoquemos, no pretendamos escondernos en nuestra religión ni tomemos a Dios como rehén. Dios nos ha puesto juntos en este juego y nuestras almas son como chispas que se arremolinan entre sus manos. Este mundo, esta realidad ilusoria, no dejar de ser aquello que llamamos Vida. Su regalo primario, el más sagrado. Y así como el amor a Dios se expresa rezando, el amor a la vida que nos ha dado, se manifiesta viviendo; y aquí es dónde los otros son imprescindibles.


Decíamos que somos chispas desprendidas del mismo fuego. Todos tenemos esa brasa ardiendo dentro. Podemos ser capaces de ascender infinitamente a través de nuestra devoción y concentración, pero el amor que seamos capaces de dar, de la manera más cruda y concreta, sólo podemos demostrarlo sobre nuestro cálido y áspero planeta, con sus animales, sus plantas, sus engaños y sus desengaños. Sus atardeceres idílicos y sus días grises de trabajo. Y sobre todo con los deseos, grandezas y miserias de nuestros semejantes interactuando con los nuestros.


Esta es, a mi escaso entender, la gran misión. Sumergirnos y crecer en nuestra devoción sin perder de vista la pequeña gran tarea de habitar cada instante de nuestro tiempo bajo esta forma humana. Y no perder detalle de esta realidad aparente, no descuidar nuestra casa, mujer, hijos, amigos. El pequeño esfuerzo cotidiano, la comprensión de la necesidad ajena.


Estamos aquí por voluntad de Dios. Y sin duda el Señor sabe que lo amamos. El tema, el antiguo tema, es cómo sabemos amar. Y ese ejercicio, esa preparación para expandirnos en el amor universal sólo podremos llevarlo a cabo en este espacio que soñó para que nos encontremos y aprendamos juntos. El agreste paisaje del reino de este mundo.



Imagen de ilustración: Leo Boher


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